viernes, 3 de octubre de 2008

El Eterno Testigo


Pocas cosas obligatorias debieran quedarnos tan grabadas en el espíritu como la de ser un testigo. Mientras el mundo se ramifica incansablemente en cientos y cientos de nuevos talentos y maravillas, los oídos sordos, los ojos ciegos, la vida a ras de suelo no son otra cosa sino una irreparable pérdida: hay que tener un cantante favorito, y hay que tener un escritor favorito, un deportista, un cineasta, un actor, un pintor, un escultor, un músico, un artista, un arquitecto, un dibujante, un filósofo, un chef, una ciudad, un barrio, un bar, un restorán, un libro, una película. Hay que mirar a otros. Siempre. Hay que admirarlos y vibrar con ellos si ya es que se tiene un poco de energía. Lo mínimo, es mirar el mundo, ser testigos. Pasarse la vida mirándose los pies es vivir tristemente a medias. Ser ciudadanos de baja intensidad es lo último que necesitamos.

Los Hipersensibles


El tipo que vende botellas de agua en el semáforo, sabe que esa botella vacía que agita al viento rellena con papel celofán, es el preciso espejismo que el conductor quiere ver fuera de su sofocante burbuja de calor. Sudar bajo ese sol, con una botella de hielo perpetuo en la mano es su mayor mérito.

El ciego que sube a cantar a la micro, en la enésima vez, saluda con un tembloroso, aturdido y truncado “buenas…”

En el semáforo le digo con sorpresa -“$200?!”-, a lo que él replica marcialmente -“es chuá”-.